Los frisos, portadas, canecillos, capiteles, pinturas murales e incluso pilas bautismales románicas dejan poco espacio a la imaginación cuando se trata de averiguar cómo se concebía el infierno en tiempos del románico. Las más que explícitas figuras talladas por los canteros medievales, debieron horrorizar a las gentes de la época y hoy siguen captando la atención de propios y extraños, tal y como ha podido demostrarse durante la vigésima edición del curso de Las Claves del Románico, organizado por la Fundación Santa María la Real, que ha contado con la participación de casi 80 alumnos, llegados de diferentes puntos de España e incluso del extranjero.

A lo largo de tres jornadas, guiados por siete expertos investigadores, se han adentrado en el infierno románico para comprobar, como apuntaba Miguel Cortés de la Universidad de Castilla – La Mancha, que debía ser un espacio cuando menos ruidoso y ajetreado. Y, es que, en época medieval, “nadie era ajeno a la amenaza del castigo eterno”. La creencia en el infierno futuro se popularizó en el siglo III, alentada por teólogos, monjes y, cómo no, por los canteros y artistas medievales. Escenas como la del friso de la abadía de Santa Fe de Conques en Francia, prolijas en detalles escabrosos, dan fe de ello y nos invitan casi hasta a escuchar los gritos, el rechinar de dientes, las cadenas o los lamentos de los condenados a penar o a arder eternamente en el infierno. No es de extrañar, pues, señalaba Pedro Luis Huerta, director del curso, que “para el hombre de aquella época la existencia del demonio era tan real como la vida misma”.

 

 

Pero, ¿quién era realmente Satán? José Luis Alonso, de la Universidad de Valladolid, nos da la clave “los predicadores potenciaron la idea de que el mal proviene de los demonios o fuerzas del mal, ángeles creados por Dios como espíritus de luz, pero que por su soberbia fueron castigados y arrojados al infierno”. Tanto se interiorizó y se popularizó la imagen del diablo en el románico, que llegó a adquirir múltiples formas y representaciones, inspiradas, como comentaba Ángela Franco del Museo Arqueológico Nacional, no solo en la Biblia, sino también en fuentes apócrifas. Así, por ejemplo, en la portada de la ermita de Santa Cecilia en Vallespinoso de Aguilar, lo vemos como un ser cubierto de escamas, con pezuñas y una especie de cresta, mientras que en los capiteles del pórtico de Rebolledo de la Torre, se asemeja más a un gallo malhumorado; serpientes, monos, dragones, bestias o máscaras de ultratumba también han servido para representar al maligno, que, en ocasiones se ha identificado con el enemigo más cercano, así, por ejemplo, “los bizantinos empezaron a representar el infierno como un etíope negro musculoso, de grandes dimensiones, con una gran cabeza de aspecto feroz, por cuya boca los condenados eran enviados al abismo”, recordaba Miguel Cortés.

 

 

A identificar a los “condenados” nos ayuda Agustín Gómez de la Universidad de Málaga, quien en su intervención aludía al esquema trifuncional de la sociedad medieval, divida en “quienes oran, quienes combaten y quienes trabajan”, esto es, monjes, caballeros y labriegos. Cada uno de estos órdenes sociales, explicaba, solía asociarse a unos vicios concretos, “el clero pecaba de simonía, usura y gula; los caballeros de soberbia; los campesinos y comerciantes, de lujuria y usura”. ¿Qué ocurría con el resto de la sociedad, con quiénes no pertenecían a ninguna de estas tres categorías? Eran los excluidos, condenados irremisiblemente a los infiernos. Gómez los divide en cuatro grandes grupos: por su trabajo, profesiones consideradas indignas, relacionadas en muchos casos con el dinero, como los acuñadores de monedas o los pañeros; por género u orientación sexual (mujeres, homosexuales, seres deformes); por religión o etnia (paganos, judíos, negros, musulmanes) o por carecer de oficio reconocido (pobres, lisiados, enfermos, juglares).

A tenor de lo explicado, nadie escapaba, pues, a las tentaciones del maligno y a los suplicios del infierno y, por lo tanto, era frecuente, como argumentaba José Luis Hernando de la UNED, que el hombre medieval se pertrechase de todo tipo de amuletos, talismanes y artefactos para ahuyentar al mal. “Su variedad fue enorme, aunque en las culturas clásicas predominaron los falos y las higas, objetos de enorme capacidad para neutralizar el mal de ojo y los hechizos. Nuestros antepasados creían que el mal de ojo, secaba fluidos como la sangre, la saliva, la leche o el semen, y una de las maneras de encararlo por las bravas era mostrándole un órgano sexual, a ver si se entretenía y perdía comba”, comentaba.

 

 

La figura del maligno adquiere pleno significado al enfrentarla a la bondad divina, la eterna lucha entre el bien y el mal, plasmada en innumerables ocasiones en la oposición entre santos y demonios, analizada por Francisco de Asís García de la Universidad Autónoma de Madrid. “El cristianismo empezó siendo una religión contraria a idolatrar imágenes como reacción al paganismo”, explicaba Alejandro García Avilés, de la Universidad de Murcia, quien apuntaba que “desde el siglo IV, la evangelización suponía hacer que los demonios fueran expulsados de las estatuas a las que poseían”. Sin embargo, con el transcurso de los siglos, “acabó haciendo lo que condenaba hasta diferenciarse poco o nada de la religión pagana que comenzó combatiendo”.

Quienes no hayan podido asistir a la primera convocatoria del curso de Las Claves del Románico, pueden estar tranquilos, recordaba su director, porque tendrán una nueva oportunidad en la edición estival del 26 al 28 de julio.

 

Un artículo de Carmen Molinos

 

IMÁGENES: Fotografías del archivo de la Fundación Santa María la Real que relfejan un momento de la visita a la ermita de Santa Eulalia en Barrio de Santa María (F. Castillo), el friso de la basílica de Santa Fe de Conques (E.Aranda) y varios detalles del pórtico de Rebolledo de la Torre y las pintaras murales de Barrio de Santa María (C.Valle)