En este artículo Zoa Escudero, arqueóloga y técnico de la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico reflexiona en torno a los «hallazgos» arqueológicos, ¿hasta qué punto son tales y dónde radica su verdarera importancia?

 

Recientemente he tenido la oportunidad de llevar a cabo un trabajo en el curso de la restauración de una de las portadas de la catedral de Ávila, estudio que ha ocasionado el hallazgo de estructuras ocultas pertenecientes a las primeras fases de la construcción del templo. La noticia ha recibido la atención de numerosos medios de comunicación, locales y regionales, y con interés merecido, pues se trata de un testimonio que  revela no pocos y valiosos datos nuevos sobre la historia del edificio, su aspecto original y evolución, abriendo además otra pequeña puerta a los futuros investigadores que se acerquen al templo abulense.

Pero también, como en tantas otras ocasiones sucede, durante los mencionados trabajos ha resultado patente que, lo que sin faltar a la verdad y en justicia hemos presentado como un “descubrimiento”, solo lo es en cierto modo, pues, con toda seguridad, otros antes que nosotros  – y no me refiero a los constructores de la fachada ni a los habitantes de la ciudad antigua- accedieron a dicha parte del edificio y conocieron estos restos escondidos. Las pruebas no dejan lugar a dudas, como tampoco, a mi entender, que el hecho se produjo ya en el siglo XX, durante alguna de las restauraciones contemporáneas de esa parte del edificio. Pero nadie se había molestado antes en reflejarlo, recogerlo en la documentación y mucho menos en contarlo, probablemente por considerar el dato de escaso interés o valor.

Este asunto me ha hecho detenerme unos momentos en una reflexión sobre el significado del término “descubrimiento”, tan manido en una actividad como es la arqueología en cualquiera de sus facetas, pero también utilizado en cualquier tarea relacionada con el patrimonio cultural, y aún en otras ciencias y materias. Porque en realidad, es nuestro enfoque y nuestra valoración lo que da sentido e importancia a los sucesos, y la voluntad y capacidad de presentarlos al mundo lo que convierte un hecho en un acontecimiento con valor e interés. Y es la mirada de quien está al otro lado del hilo, si comprende y aprecia el dato, lo que puede convertir una anécdota personal en una información de relieve y utilidad social.

 

 

Con un poco más de distancia, y hablando de casos de mayor trascendencia, podríamos referirnos a algunos  grandes descubrimientos, como el del continente americano, o, para continuar con los ejemplos arqueológicos, el de la ciudad inca de Machu Picchu. En ambos casos, la revelación lo fue para un mundo en occidente que ignoraba su existencia, porque para quienes ya vivían allí -las poblaciones indígenas autóctonas en el primer caso y los campesinos peruanos que frecuentaban las ruinas en el otro- los hechos, desde luego, tuvieron otra lectura, mucho menos glamurosa. Y lo mismo cabría decir en el caso de la ciudad nabatea de Petra, ya de sobra conocida y habitada por beduinos en el momento de la llegada de la expedición europea.

Y en otros progresos la humanidad, eficacísimos para la generalización del bienestar y la salud, como ocurre con el descubrimiento de la aspirina, los analgésicos o la penicilina, se esconden remedios ancestrales utilizados discretamente por las sociedades antiguas y tradicionales (el uso como analgésico de la corteza de sauce y las infusiones de determinadas plantas opiáceas, o el barro y los mohos para tratar heridas).

Descubrir es en realidad tantas veces “redescubrir” que nos deberíamos cuestionar dónde está el mérito, lo cual es, para empezar, un sano ejercicio de modestia. Pero la respuesta es, en este tiempo, y de nuevo en mi opinión, bastante obvia.

La actualidad nos ofrece la posibilidad y nos concede la capacidad de compartir y divulgar los conocimientos o progresos de nuestro trabajo con notables facilidades, desde luego incomparables a las de la antigüedad. Hacer público y accesible socialmente el resultado de los planes, proyectos o intervenciones, y ahora sí me refiero en concreto al trabajo en patrimonio cultural,  es una responsabilidad y una obligación hacia los verdaderos destinatarios y propietarios de los bienes culturales. El auténtico éxito se encuentra, se ha encontrado siempre, en rebasar las fronteras internas del disfrute de los especialistas y del conocimiento elitista. No hay aportación si no hay con quien compartirla.

Aprovechemos, en beneficio de todos, las oportunidades que nos ofrece el presente en este sentido. No dejemos más murallas ocultas para que las vuelvan a descubrir otros. Quizá, ahora, lo único nuevo bajo el sol, sea nuestra capacidad de hacer llegar más y contar mejor lo que vamos sabiendo, lo que encontramos en nuestro común camino.

 

Un artículo de Zoa Escudero Navarro. Arqueóloga. Técnico de la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico