Da igual la hora que sea, no importa el tiempo que haga, ni las obligaciones que queden por atender en casa, Abel lleva una década dedicándose a enseñar la iglesia de Olleros de Pisuerga, su pueblo adoptivo, donde llegó por amor y donde ha echado raíces. En este tiempo, ha recorrido miles de veces el camino de casa al templo. Tantas que su mujer, Angelines, no duda al afirmar que “la iglesia es más su casa, que ésta”. La pasión de Abel nace de dentro y se ha ido alimentando con el tiempo. Una labor casi altruista, que realiza sin esperar ni recibir nada a cambio, “la voluntad” y la satisfacción de ver una sonrisa, una cara amable, unos ojos que expresan que volverán porque ha sido capaz de transmitirles su emoción, su preocupación, su amor por el patrimonio más cercano.
El caso de Abel, no es único, muy cerquita, en Santa María de Mave, vive Alfredo, a quien es frecuente ver pedaleando en su bicicleta para llegar a tiempo y poder abrir la iglesia a una pareja, a un grupo de turistas o algún curioso aficionado al románico y las viejas piedras, que le ha avisado hace apenas 10 minutos, a través de un vecino que pasaba por allí, de que quiere ver el templo. Alfredo como Abel, no se limita a enseñar, se preocupa por el estado de conservación del edificio, por avisar al cura, al alcalde o a quien haga falta cuando detecta algún desperfecto.
No son guías, ni voluntarios, son auténticos ángeles custodios, personas que cuidan los edificios, que se preocupan por su mantenimiento y que, además, comparten lo que saben es un “tesoro” cultural, histórico y artístico, lo difunden y lo dan a conocer para que todos podamos disfrutarlo, más allá de su uso religioso. En Barrio de Santa María, la custodia, también tiene nombre propio, Ascen, una mujer convencida y entregada a la salvaguarda y protección de la ermita de Santa Eulalia, una de las joyas del románico palentino. Nadie como ella explica el significado del conjunto de pinturas murales que aún conserva el templo. Nadie capaz de atender mejor al visitante, porque conoce cada resquicio, cada piedra, cada rincón, porque ha subido la cuesta que lleva al templo con sol, con nieve, con lluvia y hasta con la pierna dolorida…
Ascen, Abel y Alfredo ejercen a diario y con orgullo su labor de custodios, otros como Carlina, el ángel de Villanueva de la Torre, van cumpliendo años y aunque llevan el amor por su templo grabado a fuego, a flor de piel, ya no están tan sueltos para acompañar al visitante y, esperan sin desesperar, el milagro de que algún joven recoja el testigo antes de que sea demasiado tarde. Un sueño que se hizo realidad para Mercedes, durante años la custodia de la ermita de Santa Cecilia en Vallespinoso de Aguilar, quien aún hoy recuerda orgullosa los muros de la que durante años fue su “segundo hogar”. Lo hace, pese a los achaques, con la cabeza alta, con un brillo especial en los ojos, el de quien sabe que, cuando se apague, su llama seguirá viva, porque sus historias de abuela calaron hondo en una niña, su nieta, Cristina, que le acompañaba hasta la iglesia y, gracias a esos paseos, a esas tardes llenas de sabiduría y recuerdos, hoy, es historiadora, lleva el románico tatuado en la piel y lo enseña a diario desde el monasterio de Santa María la Real en Aguilar de Campoo, imprimiendo a sus explicaciones la pasión heredada de Mercedes.
Abel, Alfredo, Carlina, Ascen o Mercedes son tan solo algunos de los muchos custodios que encontramos a diario en la Montaña Palentina y, posiblemente, su caso sea similar al de otros pequeños pueblos de Castilla y León. Lugares que ven en el patrimonio un recurso de futuro, personas que apuestan por convertir las viejas piedras en motor de desarrollo y que necesitan, merecen, aunque no lo pidan, nuestro reconocimiento, sí, pero también nuestro apoyo y, sobre todo, nuestro respeto. Porque, aunque parezca mentira, aún hay quien no entiende o no quiere entender que es más lo que nos dan que lo que ganan, que su entrega es incondicional y que, como todos o, quizá con más razón, por el carácter desinteresado de su labor, también tienen derecho a un día de descanso, a quedarse en casa una jornada, a dejar el templo para atender el huerto o a hacer esperar cinco minutos al turista que llega de imprevisto para apagar la olla recién puesta al fuego.
Ojalá, algún día, más pronto que tarde su labor sea verdaderamente recurso de futuro, ojalá el territorio que habitan, que han elegido o les ha tocado vivir, sea de verdad un auténtico museo al aire libre en el que no existan barreras ni trabas para visitar las piezas; sí reglas, claro, como en cualquier museo, como en la vida, normas que hagan más sencilla su labor y más fácil la visita, planes que optimicen la gestión y apoyo a la formación de quienes están y de los custodios que vendrán… porque, al fin y al cabo, ellos son el corazón y el alma que dota de vida a estas viejas piedras cargadas de historia. ¡GRACIAS!
Un artículo de Carmen Molinos, compartido por el equipo de la Fundación Santa María la Real
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