A nadie se le escapa que los bienes que componen el patrimonio histórico son frágiles, difíciles de mantener y conservar, y que a menudo se encuentran en una situación delicada, requiriendo de intervenciones expertas ​para prolongar y garantizar su supervivencia.

 

Un artículo de Zoa Escudero Navarro, técnico de la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico

 

Hay infinidad de factores que juegan en su contra; desde el peso de la edad y el envejecimiento de los materiales, los avatares que han experimentado a lo largo de los siglos, la influencia del entorno ambiental, las condiciones de uso, cuando no de las propias acciones humanas, intencionadas o no; no son raros los desatinos que se cometen en ocasiones intentando precisamente la restauración y mejoría del estado de todo tipo de objetos, edificios, lugares patrimoniales, etc., provocando, bien por la aplicación de técnicas agresiva o de sustancias inapropiadas, el efecto contrario al pretendido.

Estamos empeñados, con toda la razón, en mantener en las mejores condiciones posibles y con el mayor grado de accesibilidad al ciudadano, una multitud de piezas históricas que se fabricaron con materiales perecederos, sin demasiada voluntad de permanencia y con una utilidad determinada, como vestimentas, aperos, libros o documentos; objetos de uso cotidiano que fueron en su día desechados, perdidos, abandonados a su suerte o sepultados; otros que fueron creados  obras para el disfrute personal, el culto o la adoración a través del tiempo, y por ello llegan a la actualidad castigados tras sufrir multitud de manipulaciones, añadidos, retoques, repintes, traslados y un sinfín de circunstancias adversas. Y de ello no se libran tampoco los edificios, erigidos con un propósito duradero, pero igualmente susceptibles a los ataques de distintos agentes.

 

Limpieza, consolidación, restauración y conservación. Términos interrelacionados y dependientes, fases todas de un proceso continuo y en evolución, necesariamente a cargo de especialistas  como los que trabajaron en la restauración de la Fachada Occidental de la catedral de Ávila

 

Recuperar y mantener nuestro patrimonio histórico es una labor constante y especializada, que debe enfrentarse a numerosos retos técnicos, entre ellos, por ejemplo, el del tratamiento de los depósitos o acumulaciones de suciedad que, de manera más o menos evidente, podemos encontrar en  cualquier elemento patrimonial.  En algunos casos nos encontramos con depósitos originados por el uso ya en época antigua, como el hollín generado por el humo de las velas, las huellas  y marcas asociadas a la manipulación de utensilios o a las condiciones ambientales en las que han permanecido, manchas de humedad, de tierra, de grasa en vajillas, ropajes, etc. En otros casos se trata del resultado de distintos procesos físicos y químicos a lo largo de la historia por evolución de los propios materiales, como la corrosión de los objetos metálicos, el oscurecimiento o amarilleamiento de las pinturas por oxidación de los pigmentos y barnices que las cubren, la acción de microorganismos, la fijación de líquenes, mohos o incrustación de sales sobre la piedra, por ejemplo.

Entre los aspectos más comunes y más fácilmente apreciables que afean y ensucian los bienes se encuentran los agentes biológicos: la vegetación, los residuos resultantes de la presencia y acción de los insectos, las deyecciones de pájaros o murciélagos, nidos de aves o roedores, entre otros.

 

Colonización de líquenes en la Fachada Rica de la Universidad de Salamanca. Su acción a través de los poros de la piedra, puede contribuir a su desintegración. No obstante, parece desempeñar también una cierta acción protectora, por lo que la conveniencia y metodología de eliminación no está exenta de polémica entre los especialistas

 

Es frecuente también que los procedimientos antiguos (y no tan antiguos) precisamente para limpiar y dignificar lugares y objetos,  favorezcan la aparición de nuevos depósitos indeseables;  jabones, disolventes, adhesivos, sustancias blanqueantes o desacidificantes, resinas, consolidantes… son productos aplicados con frecuencia en restauración, casi nunca inertes y de evolución incierta, cuyos restos además no siempre pueden ser eliminados si se comprueba un comportamiento inadecuado sobre los materiales históricos, convirtiéndose en un nuevo factor de alteración y contaminación de la obra. Y no deberíamos olvidar lo que supone en este sentido el descuido, el abandono y el vandalismo (pintadas, acumulación de basuras, o excrementos).

Lo cierto es que las consecuencias de todos estos factores van mucho más allá de las cuestiones estéticas y externas, teniendo todos ellos efectos directos en la degradación y problemas de conservación de estos bienes. Un mecanismo tan cotidiano y universal como es la acumulación de polvo, puede ocasionar gravísimos daños, por ejemplo, en el patrimonio documental, al generar corrosión y comportarse higroscópicamente, aportando una humedad que facilita la aparición de ácaros, esporas y hongos, altamente dañinos en general para los materiales orgánicos (maderas, tejidos, pieles, papel, etc.). O la antiestética “costra negra” que se acumula silenciosamente en los edificios, debida a la reacción de los componentes de los combustibles y contaminación urbana, incide en la descomposición de los componentes calcáreos de la piedra, facilitando su desintegración.

La limpieza se convierte por tanto en un procedimiento o conjunto de técnicas que constituyen una necesidad inexcusable para el mantenimiento de los bienes y el primer paso a realizar en cualquier actuación de restauración, conservación y recuperación de los mismos, imprescindible para que el especialista pueda conocer y determinar las estrategias de intervención posterior, conservación a largo plazo y paralización de los procesos de deterioro.

 

La suciedad acumulada sobre los objetos consigue ocultar sus características originales, dificultando la apreciación de sus valores artísticos, entre otros problemas. Imagen de San Miguel Árcangel, durante su proceso de limpieza. Retablo de la iglesia de Mahamud (Burgos).

 

La enorme disparidad de elementos y materiales que componen el patrimonio cultural requiere de tratamientos específicos para cada circunstancia y conjunto, que no podrían ser aquí enumeradas. Pero lo que sí es posible señalar es que diversos documentos nacionales e  internacionales,  cartas, normativas y acuerdos entre especialistas e instituciones han llegado a consensuar unos criterios y principios profesionales, éticos y científicos para cualquiera de las etapas y modalidades de actuación sobre los bienes patrimoniales, y en primer lugar la de su limpieza.

Aspectos como la realización de estudios y pruebas previas, la aplicación de sustancias y procesos reversibles en la medida de lo posible y solo tras conocer profundamente la naturaleza del bien, el respeto a la historia del objeto o monumento -para lo cual es  necesario conservar también las huellas de los daños y quebrantos marcados por el tiempo en los mismos-, la priorización de la autenticidad e identidad sobre el embellecimiento estético, el control y la evaluación en la aplicación de nuevas tecnologías o productos, entre otros, nos muestran cómo es ésta una cuestión de mucha más relevancia que el simple aseo superficial. Y en este panorama no tienen cabida los bienintencionados, pero no menos lesivos, procedimientos de aficionados utilizando productos de limpieza convencional, detergentes y abrillantadores, aplicados con entusiasmo mientras se rascan y se friegan las superficies para mejorar su apariencia. ¡Cuántas maravillosas policromías han desaparecido en estas operaciones!

Los avances de la ciencia y las técnicas aplicadas, muchas veces adaptados de otras disciplinas, junto a una investigación constante en laboratorios y centros universitarios,  ayudan en la actualidad a efectuar esta labor adecuadamente. La limpieza con láser, por ejemplo, generalizada en las últimas décadas, es una buena muestra de ello.  Nada sustituye, sin embargo, al trabajo manual y dedicado del profesional, que interviene armado de brochas, bisturíes, algodón, agua destilada y microaspiradores, provisto de una importante preparación técnica y auxiliado por los medios contemporáneos.

Mantener el brillo de nuestro patrimonio histórico es mucho más que una simple cuestión de limpieza.

 

FOTOGRAFÍA DE INICIO: Alejar las palomas, especialmente abundantes en las ciudades, se ha convertido en todo un reto, por ahora de difícil solución. Adaptadas a la vida en los edificios, aportan abundante suciedad que contribuye a la severa degradación ocasionada por factores ambientales, como en este caso, en la fachada de la catedral de Ávila.