La arqueología como Ciencia Social no está en su mejor momento. Decimos “ciencia” aunque quizá para muchos siga considerándose una afición, un pasatiempo entusiasta y la atractiva práctica de desenterrar fascinantes objetos del pasado. Y para no pocos continúa siendo una labor molesta, llena de inconvenientes, impuesta desde la normativa, aunque esquivable, resuelta la mayoría de las veces mediante actuaciones raquíticas y de compromiso. Nociones, sin duda, nada beneficiosas para entender el papel de la arqueología y del arqueólogo, en la sociedad actual.
Si el primero de los casos puede resultar en parte comprensible en razón del desconocimiento general y del empobrecido mensaje difundido sobre la actividad arqueológica desde los medios de comunicación, la mercadotecnia, la pseudo-divulgación o la publicidad, mucho menos disculpable resulta la segunda situación.
Ella nos refleja cómo se diluye la arqueología como ciencia histórica, capaz de participar en la construcción de una conciencia patrimonial de la sociedad del presente y necesaria en la definición de los usos sociales de los bienes del pasado, para permanecer instalada sobre todo en una labor utilitaria, destinada a resolver algunas de las demandas contemporáneas que tropiezan, de un modo u otro, con el patrimonio histórico.
Hacer arqueología para despejar caminos y poder construir carreteras, para edificar viviendas o polígonos, para instalar calefacciones o saneamiento en iglesias, para atraer turistas, para vender souvenirs y documentales, o para fabricar “autoctonismos”, es una misión deficiente, aunque entre ello se encuentren demandas legítimas a las que hay que dar respuesta.
Ello se hace aún más grave porque a este escenario se contribuye precisamente desde las instancias más comprometidas con su planificación y gestión, y desde los ámbitos técnicos directamente involucrados, inmersos en la difícil tarea de la supervivencia profesional, y con frecuencia acusados de arrogantes cuando pretenden aplicar su propio marco teórico y científico a la práctica cotidiana de la arqueología.
No es cuestionable en general el desempeño de los arqueólogos, colectivo que el último cuarto de siglo ha protagonizado una gran transformaciones conceptual y práctica. Pero no estaría de más alguna reflexión interna sobre lo lejos que va quedando la prioridad de la investigación como método y como objetivo, la responsabilidad por la alteración que suponen las intervenciones sobre los bienes históricos (aunque sea el trabajo arqueológico el único que en realidad se ocupe de rescatar con mayor o menor acierto las evidencias que inexorablemente van a verse sacrificadas en el proceso) y sobre cuántas veces ajustan su labor a las prioridades de otros.
Volviendo a la primera idea, hablamos de una disciplina científica, y como tal dispone de su propia metodología, lenguaje y objetivos, y requiere de una formación teórica y práctica específicas, capaz de definir las mejores estrategias para convivir con el resto de acciones necesarias en la salvaguarda, mejora y difusión del patrimonio histórico. El estudio arqueológico pretende revelar e integrar en la dinámica del bien material del pasado – en cualquiera de sus procesos- aquello que precisamente hace históricos a nuestros bienes, que los consigue explicar en su tiempo y en su espacio y los vincula directa y materialmente a los grupos humanos que los produjeron, más allá de los valores artísticos o formales valorados en el presente.
Y al menos una parte de todo ello parece encontrarse en graves dificultades. La actividad en su día a día navega entre las secuelas de una crisis que ha hecho todavía más prescindible la participación de eso que absurdamente se etiqueta como “humanidades” en la planificación del futuro. El retroceso de las expectativas profesionales y un cierto desprestigio de lo que tiene que ver con la investigación, junto a la orientación difusa de la formación académica y práctica de los arqueólogos, empieza a plasmarse en una falta de relevo generacional, de renovación metodológica y espíritu crítico.
Sin embargo, es incuestionable que la consideración de la arqueología y del arqueólogo en la sociedad ha crecido notablemente. A nuestros contemporáneos les interesa el pasado; el aprecio y la curiosidad de distintos colectivos, la defensa ciudadana de los símbolos patrimoniales, a veces arqueológicos, es cada vez más intensa; la publicidad utiliza iconos patrimoniales recurrentemente, las instituciones se prestigian patrocinando acciones en yacimientos, las exposiciones son multitudinarias, la visita a lugares y museos se ha incorporado al ocio… la difusión arqueológica a pequeña y a gran escala ha llegado muy lejos en un tiempo breve, y es de celebrar pues significa que la transmisión de sus contenidos resulta un hecho social y culturalmente beneficioso, que deberíamos procurar acrecentar en favor de su presente.
¿Responde todo ello a la madurez de la propia disciplina y sus aportaciones o es un fenómeno efímero y consumista de un pasado anecdótico y banalizado, reducido a lo más tangible? La respuesta no resulta simple, al igual que ocurre con la mayoría de los testimonios pretéritos, donde nada es evidente. Desconfiemos de lo más obvio, porque, como decía Saint-Exupéry, a menudo lo esencial es invisible a los ojos.
Un artículo de Zoa Escudero, arquelóga y técnica en área de Conservación del Patrimonio
IMÁGENES: Fotografías de archivo de los trabajos arqueológicos desarrollados en la basílica paleocristiana de Mirialba (León)
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